martes, 7 de abril de 2009

Cuentos de Vereda - Parte I

“A Jorge, mi amigo”

Nos encontrábamos todas los días por las tardes, como un ritual veraniego, buscaba al gallego por su casa siempre a la misma hora. Él me esperaba en la puerta con sus brazos cruzados , molesto, pensando que algo estaría sucediendo y nosotros allí; perdiendo tiempo. En esos momentos estábamos bien equipados, teníamos carnet de detectives, hechos de cartón forrados con papel contac, que habíamos copiado de una publicidad de la revista Isidoro Cañones, en el dorso una foto carnet pegada con un nombre ficticio escrito en virome color rojo. Teníamos licencia de portacion de armas, que habíamos adquirido en el kiosco de revistas y en el cinturón, la pistola calibre 22 cargada con cebitas para defendernos, bolitas de vidrio, para arrojar como proyectiles o simplemente tirarlas al piso para hacer caer a quien nos perseguía, unas esposas plásticas escondidas en el bolsillo trasero del pantalón para cualquier arresto. Circulábamos por la calle en nuestras bicicletas a veces en una, otras en dos, sombreros para cubrirnos del sol, una cantimplora, con agua, (no podíamos tomar alcohol en servicio) y cigarrillos marca Colorado cuidadosamente escondidos entre las medias, para que no descubrieran nuestros padres. Nos pintábamos con tizas color blanco nuestras zapatillas marca flecha para cubrir la suciedad , teníamos que estar presentables.
Una mañana recibí una llamada del gallego, nunca nos encontrábamos antes del
Mediodía...acordamos vernos en la intersección de las calle Pedro Moran y Artigas; llegue a la hora señalada. El estaba sentado en el umbral de una casa observando, con los ojos achinados por la resolana, una Citroneta que le habían robado las cuatro gomas. Siempre los delincuentes vuelven al lugar de los hechos - pensábamos - cargamos nuestras armas, y esperamos toda la tarde que un sospechoso apareciera. Mantuvimos la guardia durante tres días, hasta que por fin un señor de pelo corto, con un piloto puesto se detuvo a observar el auto, algo extraño en él nos llamo la atención, era verano y el sol nos apuntaba sin piedad sobre nuestras cabezas. Nos miramos a los ojos, fijamente sin parpadear. El gallego se puso de pie y un frío helado recorrió mi espalda, parecía que mis pantalones cortos se volvían mas cortos aun: nuestro sospechoso inspeccionaba el lugar con mucho detenimiento, como preguntándose si algo se había olvidado, algún rastro quizás algo, que delatara su identidad. Nos fuimos acercando; lentamente; disimulando; lentamente nuestra respiración. Que en cada segundo
se aceleraba. Comenzó a caminar en sentido contrario de donde había venido...
sus pasos eran muy rápidos ... nos obligaba a redoblar los nuestros... ya no nos
importaba nuestra respiración... ni aun... que la calle estuviera desierta... estábamos armados con nuestras pistolas de cebita. Llegamos a la entrada de la Facultad de agronomía. Seguimos caminando, escondiéndonos entre los arbustos del parque, haciéndonos señas con las manos para avanzar desde un escondite a otro, agazapados, como veíamos en las películas de los sábados a la tarde. Esperando el momento para dar nuestro golpe inesperado. EL hombre del piloto entro en un pabellón abandonado, nos sentamos sobre el pasto a decidir que hacíamos, entrar era muy riesgoso, no conocíamos el terreno, irnos, un océano de dudas. Saltamos la malla de alambre. Ingresamos por una ventana. Caminamos a tientes en el lugar desconocido. Subimos por una escalera semi-construida, hombro con hombro entramos en una habitación, y una mano fría sobre mi cuello inmovilizo mis piernas durante unos segundos. EL gallego apuntaba con su pistola y la risa del hombre de piloto nos hizo entender que estábamos en problemas. Perdidos, ante aquel hombre que nos extendía un mate cebado. Nos invito en silencio a sentamos sobre unos cajones de madera, en ronda, observamos sus movimientos: nos contó que se llamaba Luis, y nos dio la bienvenida a su hogar, fumamos unos cigarrillos, y le contamos que él era nuestro principal sospechoso del caso de las gomas robadas del auto, se río con tantas ganas, que su risa hizo eco en el fondo del pasillo, estaba feliz de tener compañía, nos dio permiso para jugar en el pabellón. Allí fundamos nuestra oficina, Luis nos prometió un escritorio y sillas para nuestros clientes. Comenzamos a ir por las tardes, después de nuestra recorrida diaria, compartíamos los tres las bolsas de pochoclo que don Nicóla nos regalaba , columpiándonos sobre las gomas de auto con las que Luis había construido las hamacas.
Se lo comió la calle por el año 77. Tiempo después, resignados, dejamos de ir al pabellón...

2 comentarios:

  1. Me enterneciste con este texto de infancia. Muy bien contado, mantuviste el enigma hasta el final. Un besote

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  2. Hermoso recuerdo, a pesar de todo. Impecable texto.

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